La entrega de Jesús es un acto de AMOR; la conversión del poder, de la pasividad, de la desilusión, es una conversión de Amor. Por eso la certeza de la resurrección no se basa en el hecho de la tumba vacía, sino en la buena noticia del ángel: «ha resucitado» (cf. Lc 24,6). Por eso ahora nos toca vivir todo el proceso que hemos seguido en el tiempo cuaresmal: mirar, descubrir, decrecer, orar, sembrar, servir y amar hasta el extremo.
Solo con la luz del Resucitado nos veremos plenos de alegría. Desde la realidad que nos toca vivir, como comunidad de hermanos y hermanas, celebramos con gozo el Gran Misterio de la Pascua. Semana tras semana, nos reunimos en la Eucaristía dominical, un acontecimiento que celebra la victoria de Cristo en su muerte y resurrección; por eso ningún domingo sin Eucaristía, como el gran capital que nos abre a la cultura del amor, del servicio y cuidado de todos y de todo. De ahí que los que nos vean se sorprendan diciendo: «Mirad cómo se aman», como se asegura en los Hechos de los Apóstoles. Aprendamos este arte de vivir desde una utopía esperanzada, porque nuestra vida tiene un sentido de relación y de servicio a los demás y, eso, canaliza suficientemente las expectativas de esta vida, hasta que lleguemos «a los cielos nuevos y la tierra nueva» (cf. Ap 21,1).
No es el sufrimiento de Jesús el que nos salva, sino el amor con el que vivió el sufrimiento.
Recordamos a Francisco de Asís recibiendo la gracia de los estigmas, hace 800 años (1224-2024), que son manifestación de las señales de la crucifixión del Señor y que, desde entonces, tuvo el don de vivirlas en su propio cuerpo. Para Francisco la vida se sitúa más allá de la sabiduría, la riqueza y los honores; y se encuentra en llevar a cuestas diariamente la santa cruz de Señor (cf. Lc 14,27) y, desde ahí, canta agradecido las loas y las Alabanzas al Dios altísimo en este tono: «tú eres el Bien, el todo Bien, el sumo Bien». Para Francisco la vida es bella y bondadosa y la cruz no vence, sino que es el Dios de la Vida quien se recrea en Jesús. Y también canta el Himno al Hermano Sol (Cántico de las Criaturas).
Como Tomás estamos invitados a entrar en nuestras heridas y reconocer en ella la presencia de Dios, que nos llama a una Vida renovada (cf. Jn 20,25-30).
La necesidad de ver y tocar para creer
María Magdalena necesita ver el cuerpo del Señor: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto» (Juan 20,11-13). El amor apasionado le hace correr hacia el sepulcro, pero ¿quién le quitará la losa? Descubriendo el sepulcro vacío, acude a la comunidad de discípulos (acude a Pedro y Juan), porque el desconcierto le lleva a ponerse en camino en busca de la luz del Resucitado, para poder reinterpretar el acontecimiento. Entre todos es más fácil soñar juntos, porque nadie puede pelear aisladamente. Se necesita la comunidad que nos sostenga y nos ayude a discernir lo acontecido.
A través de la Iglesia es como recibimos el regalo del bautismo, por el que nos incorporamos a la muerte y resurrección del Señor. Esta es la fuerza que nos quita el miedo, para vivir en un mundo cargado de fragilidades como luceros de la vida, creando espacios de libertad, verdad, justicia y paz (Plegaria de la Liturgia de Cristo Rey). Se trata de ponerse a la escucha como encuentro de libertad interior, desde las actitudes de humildad, paciencia y disponibilidad, para dejarnos transformar desde dentro, sobre todo cuando nos ponemos en actitud interior de sintonía resucitadora y mansedumbre con el Espíritu.
El amor entregado genera fraternidad de vida
No se puede engendrar vida sin dar la propia. No es posible ayudar a vivir, si uno no está dispuesto a «desvivirse» en la entrega generosa por los demás. Nadie contribuye a un mundo más justo y humano, si vive apegado a su propio bienestar. Nadie trabaja seriamente por el Reino y su justicia, si no está dispuesto a asumir los riesgos y rechazos, conflictos y sinsabores, con persecuciones que nos depara la vida (cf. Jn 12,20-23).
Cuando el amor no nos envuelve por dentro, el miedo anida en nuestro interior y —al igual que los discípulos— nos encerramos por el miedo… Salir de esa situación necesita su tiempo, cada discípulo va a su ritmo: Juan, que es más joven, va más rápido; Pedro, más anciano, va más lento; cada uno a su ritmo, pero el uno espera al otro (cf. Jn 20, 1-9) porque lo importante es llegar al final juntos y dar testimonio de lo que han visto, para que lo visto sea verídico. Se trata de comprender aquello que les ha anunciado al amanecer María Magdalena. Juan y Pedro creyeron en la resurrección, pero Juan explicita la respuesta: «vio y creyó» (cf. Jn 20,2-9).
La resurrección de Cristo es el centro y la clave de nuestra fe. Afirmamos nuestra fe, como María Magdalena, confesando que «resucitó de veras mi amor mi esperanza» (himno). El sepulcro es el inicio de una fe adulta que va madurando hasta dejarnos resucitar a una vida Nueva y Buena.
Esta es la imagen de la Iglesia que, habiendo recibido la mejor de las noticias, nuestra respuesta ha necesitado distintos ritmos; pero seguimos corriendo juntos (sinodalmente) como comunidad, Iglesia en salida engendrada por la Vida, llamada a ser fraternidad cristiana, siendo Luz y Sal a la vez con otras comunidades que también trabajan por un mundo más justo; cultivando la fraternidad que nace y crece, se nutre y alimenta de la sabia locura del santo Evangelio.
El amor es el que nos abre los ojos para ver todo lo que de resurrección hay en este mundo, donde tan presente está la muerte y donde se nos pide a los creyentes ser generadores de vida.
Damos gracias a Dios,
desde esta fraternidad franciscana, de Granada,
que ha celebrado la Pascua en distintos lugares,
todos creadores de fraternidades
que sean las de vivir con pasión y alegría el Evangelio:
La catequesis en Padul, los catecumenados en Estepa,
los misioneros en Tánger (Marruecos),
los del mundo rural en Cortes (Diócesis de Guadix-Baza),
los de Valor (Diócesis de Granada)…
Y el grupo más numeroso en Granada
donde jóvenes, adultos y familias con todo el Pueblo de Dios
hemos cantado, con los Aleluyas de los resucitados,
las alegrías y esperanzas de los hombres y mujeres de hoy.
Ahora nos toca, a todos y todas, “evangelizar”.
«Evangelizar constituye la dicha y la vocación propia de la Iglesia. Ella existe para evangelizar» (cf. Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, 1975, n. 14). VIVAMOS «LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO» (cf. papa Francisco, Evangelii Gaudium, 2013) para que seamos testimonio de lo que hemos visto y oído.
Un abrazo de fraternidad y deseos de una
¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!
Seve Calderón Martínez, ofm